Mi primer beso

Os sorprederá descubrir que Camilo, al que conocéis como un histriónico adicto al drama gay, siempre metido en líos de pantalones, tuvo una historia que once años después, se mantiene vigente.

El instituto fue una de esas duras etapas que la mayoría de los adolescentes LGTB recuerdan con poco aprecio o directamente han decidido olvidar. No es mi caso. Si bien al principio sufrí el típico acoso que sufre alguien con tantas minorías como yo este fue temporal. Conocí a personas maravillosas, que al día de hoy siguen llamándome por videollamada, nos seguimos reuniendo para contarnos nuestros chismes y sin duda alguna, formamos una familia, con niñas incluidas que supera las distancias y el tiempo.

Algunas amistades tienen el poder de durar toda la vida, si así se desea.

Ya os he hablado de Mi Novia Secreta la persona por la que abandonaría a mi marido en el altar para huir con ella la fin del mundo si me necesitase. En esta ocasión os voy a hablar, no solo de mi primer beso, sino de mi primer amor.

Hay historias que se hilan mucho antes de ser contadas, de ser realmente una historia. Las anécdotas son pedazos episódicos que sin darnos cuenta vertebran un tipo de enseñanza, una experiencia que forman parte de ti. He aquí una anécdota que pasó a otra y a otra y que finalmente se convirtió en los episodios de un relato de amistad que perdura en las cabezas de sus protagonistas.

El primer colegio de los muchos a los que asistí cuando puse un pie en España, fue el Hernán Cortés, en Talavera de la Reina. Cuatro años por aquel entonces y todo cuanto me rodeaba era nuevo. No puedo especificar el tipo de sensaciones que experimenté porque debido a mi corta edad, mis recuerdos son difusos y se confunden. Tuve una infancia con poco equilibrio y cuesta encontrar en una marejada de flahsbacks algo que sea significativo. Sin embargo, entre todas las caras que vi hasta ahora, a mis veinticinco, las que veo a diario, hay una en concreta que se ha tatuó en mi memoria hasta que nos volvimos a encontrar en el instituto.

Ese rostro de enormes ojos avellana, con vestigios verdosos, redondos y expresivos, al que le rodeaba un pelo azabache y una gesto risueño, hoy es bautizada como mi Gitana. No sabemos de dónde salió nuestro mote, ya sabéis que hubo una época en los que los millenials formábamos familias en los grupos de amigos. Yo actualmente estaría casado, con novia y que yo recuerde con una infinita lista de familiares con los que ya no me hablo. Entre todos los motes y posibilidades que existían surgió el de nuestro amor gitano. Posiblemente mucho haya tenido que ver la telenovela de El Zorro de aquello años y de ahí lo sacáramos.

Mi Gitana, antes de ser llamada así, era una niña que por alguna razón compartió espacio-tiempo conmigo suficiente como para que no la olvidara. Puedo recordar fragmentos de aquellos instantes en los que yo me encontraba junto a ella dándole unas flores. Eran las típicas flores que crecen en las esquinas de los colegios, con pétalos minúsculos blancos y que podían arrancarse con la facilidad de un suspiro. Aún así, mi suspiro fue dirigido hacia ella. Es un recuerdo pequeño y distante, pero poderoso. Ha estado conmigo durante años, desde que abandoné el Hernán Cortés y pasé al Juan Ramón Jiménez y de aquí colegios en Barcelona, Colombia y nuevamente en Talavera de la Reina cinco años después. Acabando, casualmente en el colegio que permenece al lado del Hernán Cortés. Sí, un periplo extraño y fuera de lugar, sin sentido, pero la vida da muchas vueltas y en ellas nos acerca a quienes tenemos que estar.

El recuerdo de aquella niña, de aquel primer amor inocente, infantil, se mantuvo inactivo en algún recóndito lugar de mi cabeza y se fue aparcando con el resto de relaciones que desarrollaría en mi infancia y que no cuajaron hasta llegar al instituto. Ocho años habían pasado desde aquel detalle de las flores. Por razones ajenas a mí, siempre estuve un año más atrás que el que correspondía a mi edad, así que yo tenía trece años cuando asistí por primera vez al instituto Puerta de Cuartos, muy cerquita de cumplir los catorce.

En aquel primer contacto, como sabemos, coincidí, en clase con mi Novia Secreta y Arenita, la cual también tiene una historia interesante. Arenita, tenía dos amigos que se colaban en mi aula durante los cambios de clase. Una vivaracha y alegre muchacha cuya voz destacaba entre las demás y un apocado chico que durante años se negó a aceptarme como amigo: Pichón. La muchacha que acompañaba a Pichón, tenía una cara que en cuanto mi tímida mirada (porque señoras y señores yo era un niño callado que apenas se relacionaba con nadie) se cruzó con aquella sonrisa, sintió una enorme curiosidad. Como una atracción magnética surgida de la naturaleza, de la química o simplemente del destino.

Fue con las semanas que la empecé a observar más detenidamente. Su cara me sonaba y no podía adivinar de qué. Un día escuché entonces su nombre y como si hubiera viajado al pasado lo tuve claro: Era mi niña de las flores. Me sentí conmovido y de alguna manera más cerca de ella, solo que aún no éramos amigos. Apenas cruzábamos algunas palabras, pero todo llegaría.

Con ella, Mi Novia Secreta y Arenita, formarían un grupo de defensoras de mi causa. Me acogieron como suyo, me salvaron de innumerables peleas y sin lugar a dudas me dieron el molde en el que poco a poco me he ido construyendo a mí mismo. Con mi Gitana y Arenita, probé el primer cigarrillo. Una anécdota que podemos obviar porque fue muy patética. Probé mis primeras torrijas. Paseamos en pijama en mitad de la noche. Descubrí mi gusto por Los Ángeles de Charlie. Comprobé que lo mío era el perreo hasta abajo y me hice valiente. Poco a poco fui abriéndome paso en eso que los libros llamaban primeras experiencias.

Fue en mi primer botellón, en el cumpleaños de Pichón, donde se formó el segundo gran episodio que da título a esta entrada. Muchos de los que formaban parte de el enorme grupo del instituto, estaban ahí. Yo, un muchacho abiertamente homosexual, apenas había ocultado mis sentimientos por Pichón. Me gustaba y durante mucho tiempo me gustó. Hoy somos como hermanos y no se me pasa por la cabeza tratarle de otra manera. El caso, es que en aquella ocasión, con el estómago lleno de Ron Malibú y zumo de piña (no me juzguen era joven e inexperto) nos pareció muy buena idea jugar a la botella. Sí, amigos, yo he vivido esos juegos clásicos que hoy evitamos porque somos adultos y bla bla bla. Entonces me tocó mi turno y huí. Para no variar, monté el drama y fue mi Gitana la que se acercó hasta detrás de unos arbustos a preguntarme por qué. La botella nos había señalado a Pichón y a mí, mejor oportunidad que esa, nunca en ninguna parte. Pero no estaba preparado. No me sentía preparado.

-No sé besar. Nunca he besado a nadie.-dije tímido e inseguro.

Como debía estar un niño de catorce años que apenas ha visto mundo y que había mentido a su madre para estar esa noche ahí, bebiendo alcohol.

-Bueno, no pasa nada. ¿Quieres que yo te enseñe?

Mi Gitana no mostró ningún tipo de rechazo. Todo lo contrario, su empatía la había llevado a aquella propuesta que me pareció extraña. Ahora que lo pienso, lo hizo muy natural. Me explicó lo que había que hacer y sin más, accedí.

Fue un beso bonito, húmedo, lento y de todas a todas original. Mi Gitana estaba dispuesta a que yo besara al niño que me gustaba con perfecta maestría y se ofreció voluntaria a enseñarme. Nunca podría olvidar algo así. Aquel besó marcó nuestro destino once años después.

Lo recordamos cada vez que podemos porque fue bonito. Aún así, no fue lo único en lo que nuestra amistad se vio marcada.

Durante estos once años, mi Gitana y yo hemos compartido secretos, conversaciones, opiniones y nos hemos enseñado el uno al otro tantas cosas como pueden aprenderse en la simple sabiduría de vivir. Con ella bailo mis mejores bachatas y ha sido participe de mis coreografías inventadas. Nos hemos reído en un restaurante hasta perder el oxígeno y nos hemos picado con las matemáticas. Es un importante pilar en todo mi desarrollo como persona y es su físico y su personalidad una gran inspiración para los grandes personajes femeninos de mi novela.

Mi Gitana es una mujer que siempre me enseñó a ser libre, a no tener miedo y a lanzarme. Ha sido una amiga fiel y leal tanto tiempo que me es imposible no imaginármela como una de mis damas de honor cuando me case con la que bailaré algún día un tango, porque si algo nos caracteriza, es la pasión que le ponemos a la danza. Nos une tantas cosas que siempre estaré orgulloso de haberla elegido como mi primera mujer…

Sí. En una ocasión, como a lo largo de toda mi vida, sentí una poderosa curiosidad por las mujeres. Mi Gitana me parecía (y me parece) preciosa y un día tuve la osadía de pedirle que me desvirgara también en ese aspecto. Ya teníamos más edad claro y yo ya había perdido mi virginidad, pero un día, charlamos de esa posibilidad.

Marchamos un fin de semana, con Mi Novia Secreta y Pichón a Segurilla. Un pueblo donde los padres de una amiga regentaban un hostal de carretera. Fuimos a la piscina y bebimos y cantamos en un karaoke improvisado. Nadie más sabía lo que teníamos planeado, así que cuando tuvimos un momento a solas, en la misma cama, el trato parecía volver a nuestra cabeza… y lo que nos entró fue la risa. No podíamos. Éramos como hermanos, éramos amigos y a pesar de la confianza que nos profesamos, no cabía el sexo en nuestra relación. Nos dimos un abrazo de esos unen almas y siempre le agredeceré que quisiera enseñarme las artes amatorias que esconde.

Detalles así no se tienen con muchas personas. Conexiones como las nuestras, de las que duran, de las que puedes hablar sin miedo ni vergüenza, de las que atesoran algo más que una amistad, una familia, no se tienen en la vida frecuentemente.

Si algo me enseñó nuestro amor gitano es que desde los cuatro años existe una magia sin nombre ni preámbulos, capaz de ponernos en el camino correcto a las personas correctas.

El 18 de mayo de 1995, nació la que sería mi primer amor y mi primer beso y una de las mujeres más inolvidables y entrañables de mi vida y con la que espero seguir contando el resto de existencia.

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